viernes, 3 de julio de 2009

V.SIMBIOSIS


V. SIMBIOSIS.

“Todavía no ha salido el sol, son las siete y no puedo dormir, cojo tu jersey azul, me gusta que huela a ti, porque así siento que me abraza como tú”.
La lluvia resbalaba por los cristales de la ventana, y en el ambiente se detectaba una fragancia propia de la humedad, olor a tierra mojada, que se colaba por el entreabierto de la ventana. La luz comenzaba a invadir el dormitorio, María permanecía de pie frente a ella, estrujando aquel jersey azul de Jesús, que tanto le gustaba, y en cada gota de lluvia estrellada contra el suelo recordaba como lo conoció. Su cabeza a son de repiqueteo va repasando cada una de las imágenes de sus mejores momentos. Su primer beso; la primera vez que él la acompañó a casa, más como última oportunidad de arañar y alargar los minutos a su lado, que como medida de seguridad, ya que ambos habitaban en un pueblo tranquilo, y María no acostumbraba a retirarse demasiado tarde.
Sonrió al recordar que nunca se le declaró. Se giró y comprobó que aún no había despertado; apagó la suave luz, que iluminaba su trocito de colchón y decidió salir a prepararse una infusión, se sentía un poco destemplada, y sabía que tomar algo caliente le haría bien. Con su taza en las manos, capturando así el calor despedido, entró en la habitación. Con mucho cuidado para no derramar nada, se echó junto a él, y entre incorporación y sorbo escuchaba su respiración y los latidos de su corazón. El verle dormir tan plácidamente le evocaba la primera noche que pasaron juntos en aquel campamento, la emoción y el nerviosismo les cubría como pijama y camisola. El simple hecho de dormir cerca el uno del otro, robándose algún beso o abrazo en medio de la oscuridad les bastaba para sellar una historia de amor, cada vez más firme y estable, eso sí iniciada sin declaración alguna, les robó el sueño, no pegaron ni ojo. Pero poco importó, aquella noche, resultó ser una de las mejores de su vida.
Jesús iba despertando ya, buscaba en su mitad una parte de ella a la que aferrarse, le encantaba abrir lentamente sus ojos mientras la abrazaba, sonreír y terminar zarandeándola un poquito, para asegurarse de que estaba despierta, y que lo sentía a su lado. Ella solía quejarse, pero en realidad le magnetizaba.
Siempre la encontraba esperándole en un rincón. María lo miró, y aunque no articuló palabra, con el simple gesto de buscar su cuerpo y adherirse más a él, eliminando el escaso espacio mediador entre ambos, a penas existente, le decía a gritos en el silencio del alba: -“ no puedes imaginar cuánto te quiero, ahora los relojes pararán”-.
Él la rodeaba aún más fuerte, sus piernas y sus brazos parecían tentáculos de un pulpo amoroso y humano y de forma no intencionada todas sus cosquillas se activaban. Los dos explotaban entre risas, gemidos y miradas cómplices. Utilizando un lenguaje propio que no precisaba las palabras y que sin embargo conseguía transmitir tanto.
Ese arrebato de hombre de cromañón de poseer por la fuerza se evaporaba al instante, condensándose en aquella habitación nubes de ternura, que descargaban sobre su lecho al acercase a su pelo; lo acariciaba con delicadeza. Toda la fuerza de sus extremidades se había esfumado; y las de María se habían liberado. Y era justo ahora cuando más atada a él se sentía, cuando la miraba y deslizaba sus manos por su cabello. Era como si cada mechón se enredará a sus pulgares formando un nudo imposible de soltar. Era como sentirse unida, vinculada, aferrada a alguien a través de lo más sutil, de lo más frágil, de un cabello, que representa tan afortunadamente la debilidad de la existencia, del acontecer diario.

Es entonces cuando ella deseaba que no existiera el tiempo, poder detener ese momento. Sintiendo, que si todo lo más débil, voluble e insignificante propiciaba su unión, que no lograría las grandes razones de peso; las grandes situaciones vividas en común. Y habían sido tantas en todos estos años. El llegar a esta conclusión reforzaba cada día más su amor.
Sus ojos se llenaban de lágrimas, no pudiendo contener tanta emoción y pensando: -“ una vida es poco para mí ”-. Necesitaba más de una para poder demostrarle todo su amor, para poder saborear y degustar tanta cantidad y calidad de sentimientos emanados de dos corazones latiendo bajo un mismo compás. Jesús no solía alarmarse, sabía que María era tremendamente sensible, y que solía emocionarse con frecuencia, ya habían hablado de ello, como de casi todo. Los años invertidos en su relación había dado para mucho.
Y distinguía perfectamente, cuándo sus lágrimas eran de tristeza, agobio, impotencia, y cuándo de emoción y alegría. Su reacción era inmediata, acercaba sus labios a las mejillas de ella y con un suave beso capturaba aquella lágrima, impidiendo que rodara a través de su cara. Él solo se autoproclamaba el monstruo de las lágrimas, como el de las galletas, que solían ver de niños. Pero en este caso en vez de engullir galletas, devoraba lágrimas, las absorbía, y según él tenía la facultad de transformarlas, cada gota devorada se convertía en sonrisa.
Se empleaba a fondo para ello, y el resultado era el deseado, tras los sonidos emitidos y su gesticulación, María terminaba llorando, pero de la risa. Aquella risa tan contagiosa. Monstruo y victima reían hasta desplomarse el uno sobre la otra. Uno de sus encantos, de sus bazas para conquistarla siempre había sido su sentido del humor. A María le fascinaban sus historias, sus bromas, y todas sus caídas oportunas e ingeniosas, hasta en la cama las tenía, y eso a ella le gustaba, como no iba a hacerlo.
Jesús siempre decía que María tenía cinco tipos de sonrisas, todas diferentes. Cada una mostraba al mundo una parte de su interior, distinguirlas y clasificarlas siempre le había sido útil para poder comprenderla mejor; para conectar y empatizar. Creando una magia especial entre ellos, atractivo, que siempre les daba la razón, de que lo suyo era algo más que amor.
Los papeles se invirtieron, y ahora era María la que lo intentaba dominar; se colocó encima de él, haciéndose la heroína de su comic, le apresó. Muñecas y tobillos inmovilizados. Jesús la miraba con sorpresa, desconocía, en ella, ese brote casi sadomasoquista. Los ojos de Jesús eran totalmente reveladores, el mejor espejo en el cual ver reflejado cada uno de sus recovecos. Los secretos, las mentiras, los falsos cumplidos, los deseos no lograban pasar el filtro de su mirada. A María le bastaba asomarse al gran lago de sus pupilas, o como ella decía al tarrito de miel de sus ojos, para saber a ciencia cierta, sin posibilidad de error alguno que intención rondaba por su cabeza. No precisaba jueces ni detectives, con una simple mirada fija y observadora, bastaba para obtener su veredicto. Este gran fastidio para él, y alivio para ella, lo dejaba desnudo, desprotegido y transparente frente a ella. Aún así siempre se las ingeniaba para lograr sorprenderla. Cambiar la rutina con pequeños detalles, componerle una canción, o traerle algo del mercadillo, como quién consigue un tesoro para su princesa, derrumbaba los muros de la lógica adivinatoria de María. Entre ellos el aburrimiento no tenía cabida. Ambos conseguían un toque diferente en la paleta de colores de su día a día, en una gama infinita.
Recibía su beso con deseo; ese largo y húmedo, que le entregaba con la torpe ilusión de disipar su miedo al pensar, que esta complicidad algún día fuera a terminar.

Le soltó y se fundieron en un despliegue de caricias, asegurándose con cada una de ellas, que sus ojos volverían a desvestirla cada anochecer. Y le pedía una y otra vez que la abrazara. Necesitaba sentir su contacto seguro y protector. Ese capaz de devolverla a un mundo en el que no soplaba el viento, su mundo, el de sus deseos; el que sólo sentía entre sus brazos. En su pensamiento prometían algo que nunca iban a romper y así conseguía librarse del poder que intentaba ejercer sobre ella el miedo y la inseguridad.
Jesús permanecía en este escenario ajeno a tanta emoción temeraria, y representaba su papel activamente, diciéndole una y otra vez: “ no puedes imaginar cuánto te quiero, ahora los relojes pararán “. Se abrazaron, ella lo apretó, y él la apretó más. Como por arte de magia todo el pavor a perderlo, o a que dejara de amarla y de gustarle había desaparecido y un hondo y profundo sentimiento la embargaba. Entre sus brazos y casi a punto de asfixiarse le susurraba: - “quiero que no exista el tiempo, detener este momento, tú, mi vida eres todo para mí “.
“ No puedes imaginar, cuánto te quiero .
Ahora los relojes pararán”.


María y Jesús tienen unos apellidos, unos pasaportes concretos, el rostro de dos de mis mejores amigos. Que han sabido, como nadie, revivir, cada día, esta preciosa historia de amor de la Oreja. Gracias por vuestro testimonio de lealtad y convivencia. Gracias por hacer realidad en todas y cada una de vuestras etapas algo parecido a este tipo de amor, que un buen día tan acertadamente supo componer e interpretar la Oreja de Van Gohg. Y que al escucharla no puedo evitar desear algo así.