sábado, 21 de agosto de 2010

XIV. A LAS BARRICADAS


A LAS BARRICADAS.

Ariadna caminaba apresurada y temerosa, la hora ya pasaba del toque de queda y era peligroso recorrer las calles de Atenas. Su última misión la había demorado más de lo esperado, aquel intercambio entre camaradas de la resistencia urgía a pesar de poner en peligro sus vidas, algo que solían arriesgar a diario, cualquier cosa era necesario e incuestionable si querían librarse del enemigo alemán.

En los momentos críticos solía templar los nervios recordando tiempos mejores, esos en los que los días pasaban lentamente y las obligaciones inexistentes otorgaban la oportunidad de disfrutar de su ciudad, sus gentes, de pasar todo el día en la calle sin miedo, corriendo y jugando, acompañando a su abuela ciega o persiguiendo a su hermano para averiguar que tramaba junto a su grupo de amigos. Acreste llevaba mucho tiempo fuera de casa, primero se presentó voluntario en las filas del ejército heleno, y después pasó a coordinar un destacamento del ELAS, uno de los grupos de la resistencia.

Ariadna le echaba tanto de menos, que no atendió los ruegos de su madre, ella tampoco podía permanecer impasible ante aquella amenaza nazi, Grecia era de los griegos, Atenas era su casa, su hogar y no deseaban al huésped impuesto, violento y nada afín a su idiosincrasia. Así fue como un buen día decidió seguir a dos miembros del EAM, los conocía de la universidad, de ideas estalinistas y necesitados de gente leal, experta y valiente no dudaron en aceptarla.

Familias separadas, incomunicadas y atemorizadas no entendían por qué todos deseaban ocupar su hogar, ellos que siempre habían pasado desapercibidos como esos parientes lejanos a los que casi nunca se les invita, ahora todos se reñían por tomar su trozo de pastel e imponer su menú al resto de los asistentes.

Notó unas pisadas tras de sí, ella aceleró su paso, resguardándose entre los escombros de los edificios que semiderrumbados aún se alzaban, deseando que una sombra pasara de largo y le devolviera la seguridad de sentirse de nuevo sola. Pero se resistía y a la tercera esquina cruzada Ariadna fue alcanzada, “la mano que toca queda suspendida, a medio suspiro apenas del beso, gemido a gemido se abre la herida y la noche cae por su propio peso…” Se sobresaltó y al girarse comprobó “en la oscuridad del toque de queda” que aquella mano que le asía con fuerza y desesperación era de Acreste, pálido y hambriento no atinó a hablarle. Ella lo sujetó con todas sus fuerzas y descubrió al acercarse la sangre que derramaba su herida. Buscó refugio, estaban lejos de casa y no podía con él, recordó el antiguo hospital, habilitado por la cruz roja, allí tenía conocidos, podrían atender a su hermano sin levantar sospechas.

Cruzaron la puerta trasera reservada para los antiguos suministradores y a través de la cocina abandonada hoy, dieron con uno de los despachos ocupado por un compatriota y amigo. Quién se alarmó al contemplar la gravedad de la escena. Les rogó silencio y discreción, para no correr peligro, salió directo al botiquín y demandó un médico.

Acreste permaneció en una cama improvisada junto a los archivos del antiguo hospital más de cuatro días, debatiéndose entre la vida y la muerte, acompañado por su hermana, aquella noche escribió, era la única forma de mantenerse despierta pendiente de Acreste y su evolución. Antes de que amaneciera lo supo con claridad, su hermano no desearía morir en unos archivos hospitalarios. Lo cogió como pudo y lo sacó de allí, de camino encontró una silla de ruedas, era un milagro tal hallazgo.

Ambos abandonaron el hospital, empujaba la silla con fuerza rezando que su aliento no se helara hasta llegar a la acrópolis, y desde el Templo de Zeus poder ver su último amanecer sin banderas ni uniformes nazis. Allí era como si nada hubiera cambiado. Los primeros rayos de sol aparecían tímidos Ariadna se acercó al oído de Acrestes y le dijo: - cariño mira, todo ha pasado, Atenas sigue siendo nuestra, gracias a ti y todos los valientes rebeldes, puedes irte tranquilo, nosotros aquí seguiremos.-

Un respiro hondo se escucha, seguido de una carcajada: - Ariadna lo conseguimos, malditos nazis tomar lo que merecéis, Grecia no está en esa cesta. – Sus ojos perdieron actividad, su mano agarrada a la de Ariadna se tornó fría y lánguida. Una lágrima recorrió sus mejillas, Acrestes había muerto libre y feliz como griego, como ateniense en su propia casa.
El médico, como cada mañana, acudió a los archivos para comprobar el estado de Acrestes, tan sólo encontró un par de cuartillas escritas sobre la cama:

“En tu propia fuente llorará la luna,
Con lágrimas hechas de gota de seda,
Haciendo que pese la bruma en la bruma
En la soledad del toque de queda
En la soledad del toque de queda.
Por cada rendija, el tiempo vuelve a las casas
Como una humareda en la soledad del toque de queda
Una lengua extraña murmura su precio
Y otra lengua paga moneda a moneda.
Cada trapecista suelta su trapecio
En la soledad del toque de queda,
En la soledad del toque de queda.”

Acrestes fue enterrado en una fosa común como caído en guerra. Nadie supo quién esculpió junto a su nombre este texto, hoy en día es una de las tumbas más visitadas y leídas. Ojala sirva para recordar qué no debe pasar jamás.
NOTA: El texto entrecomillado pertenece a la letra de la canción “ El toque de queda” de Jorge Drexler.

NIEVES JUAN GALIPIENSO
20/8/2010.

martes, 17 de agosto de 2010

CERRANDO CIRCULOS


CERRANDO CÍRCULOS.

Parece mentira, a mis 34 años y después de todo lo vivido, sigo poniéndome nervioso. Apenas he dormido esta noche y como en alguna otra ocasión, he desconectado el despertador antes de que estallara ese ruido infernal, que tiene por alarma.

Anticipándome a mi cita más de media hora, espero en el lugar acordado, concediendo al tiempo el beneplácito de ser mi mejor ansiolítico. Respiro hondo y trato de calmarme, dejando mi mente en blanco, abandonándome en este correr del reloj con la única intención de recuperar la serenidad, esa que suele caracterizarme, y es que todos los días uno no queda para conocer a su madre.

Crecí en una familia feliz, y no digo nací, porque hasta hace muy poquito desconocía su verdadero lugar así como a sus progenitores. Mis padres, los únicos que he conocido, me colmaron de amor, cariño, mimos y protección. En muchos momentos añoré tener un hermano, pero suplía esa carencia rodeándome de primos y amigos. En el colegio, primero, y luego en el instituto y universidad, nunca tuve problemas de integración y sociabilidad, solía hacer amigos con facilidad y sobre todo mantener las buenas amistades. Nunca recibí insultos, ni ofensas por ser adoptado, y francamente no lo sospeché, no tenía por qué hacerlo. Mi entorno era natural y sencillo y en él nada detonaba tal circunstancia.

Cuando mis padres lo creyeron oportuno se sentaron a los pies de mi cama y me lo confesaron, creo que ellos pasaron más apuro al desvelarlo, que yo al descubrirlo. Reconozco que al principio, el notición no provocó reacción alguna en mí, cosa que tranquilizó y alegró a mis padres, quiénes temían, que mi curiosidad los desplazara en mi escala o pódium de cariño y relación, desembocando en otros afluentes recién llegados al río de mi vida. Nada más lejos de la realidad. Tardó un par de años en despertar mi curiosidad.

Comencé revisando toda la documentación facilitada por mis padres, que era escasa e inconexa. Un par de recibos extendidos a un nombre de mujer, sin más identificación, justificaban el pago de los trámites y gastos ocasionados de mi adopción. Ni sellos, ni membretes que dejaran una pista por la que comenzar a investigar. Contando exclusivamente con el testimonio de mis padres, quienes aseguraban haberme recogido en la Clínica San Ramón de Madrid. Allí me vieron por primera vez y de allí me sacaron, por supuesto no ellos, para ser entregado a sus brazos.
Recuerdan perfectamente que fueron atendidos por un médico de mediana edad y una hermana, y aunque conocían la orden a la cual pertenecía y su nombre Sor Esperanza, desconocían el resto de datos personales.

Cuando quise preguntar por ellos y averiguar sobre dicha clínica, ya no trabajaban allí, era posible que incluso alguno ya hubiera fallecido. Así pues la misma clínica cerró al poco tiempo, perdiéndose la posibilidad de consultar archivos, registros, etc. Tan sólo obtuve silencio y ocultismo. Lo que me desmoralizó y desmotivó a proseguir en la búsqueda. Hasta que cayó en mis manos un artículo periodístico sobre: “Los niños del San Ramón”. Contacté con el editor y el periodista investigador del asunto, quienes me presentaron a otros posibles afectados.

La plataforma creada me ayudó a descubrir más sobre mi causa personal así como sobre la trama ilegal de adopciones poco claras y menos documentadas. El procedimiento era siempre el mismo o muy parecido, madres jóvenes, solteras de escasa economía a quienes informaban que su bebé había nacido muerto y recomendaban para su pronta recuperación privarse de contemplar la escena tan impactante. Esos niños nunca murieron, se registraban como hijos de padres desconocidos, abandonados y acogidos posteriormente por una familia caritativa y decente.

Tardé diez años en dar con mi madre biológica, sin saber si estaba todavía viva. Hoy voy a conocerla, me costó dar ese paso, y ahora estoy temblando como un adolescente ante su primera cita, ¿qué pensará de mi?, ¿le gustaré?, ¿querrá volver a verme después de este encuentro, o todo quedará en un par de horas?

Crecí feliz y muy dichoso, ¿nací…? No sé dónde ni cómo. Tal vez logre revivir, o mejor dicho fabricar estos recuerdos a partir de ahora. Pero si me preguntan por mi infancia, la emplazo en la calle Serranos, número 12, jugando con mis vecinos y compañeros de cole. Protegido y educado por María y Andrés, mis padres, mi familia.

NIEVES JUAN GALIPIENSO
17/8/2010.

lunes, 16 de agosto de 2010

POR SER MUJER...


POR SER MUJER…

Silana embarazada de cuatro meses, rezaba cada día a todas horas, para que su bebé fuera niño, no quería traer a este mundo a otra víctima, ser mujer en Afganistán era, poco menos que no llegar a ser ni un animal. Supeditadas primero al padre y posteriormente al marido. No deseaba mermar las capacidades de nadie, y mucho menos las de su propio hijo.

Nacida y educada en el anterior régimen, Silana pudo estudiar, llegó a conducir y su primer trabajo de recepcionista en un hotel de la capital se vio truncado con la entrada de los Talibanes al poder. Su esposo no era fanático radical, afortunadamente, pero siempre vigilaba que no llamara la atención, ni infringiera las leyes fundamentalistas, ya que también lo ponía en peligro a él. Dentro de casa reinaba un ambiente algo más liberal e igualitario, pero de puertas para fuera el burka y la intolerancia cubrían hasta los pies su cuerpo. Su matrimonio no había sido pactado de antemano, y aunque procedían de familias bien posicionadas, su unión había sido por amor.

Siempre temerosa ocultando una doble vida, desarrollada a medias, siempre mirando hacia atrás. Leyendo casi a oscuras en la habitación más escondida de la casa. Reprimiendo cualquier comentario al respecto para evitar las denuncias de sus vecinos. Era tiempo de aparentar. De represión y de reducir su pequeño mundo a una serie de concesiones privadas y secretas.

El cambio había sido brutal, y costaba hacerse con este nuevo modelo de sociedad, privada, de la noche a la mañana, de una serie de derechos, que se presuponen intrínsecos al ser humano, concedidos en cualquier otro país por el simple hecho de respirar. Se acabó poder seguir estudiando como había planeado, para ascender en su carrera hotelera, de ganar su propio dinero trabajando, ni hablamos. La religión, la política e incluso la vida social quedaban vetadas para cualquier mujer.

Salir a la calle era todo un suplicio, esta cárcel diaria redimía a más de una feminista afgana. Silana acariciaba su barriga y deseaba que su niño varón lograra casarse, algún día por amor, eligiendo libremente a su esposa, y disfrutando con ella todo lo que ahora se le privaba. Nadie imaginaba un futuro como este. Cada minuto respirando a través de la rejilla de su burka, coraza represora de libertades y cinturón de castidad de sueños e ilusiones de igualdad mermaba un poco más la facultad de ser persona, anulaba la de mujer y resecaba el corazón de más de media sociedad afgana, castigadas por su sexo, despreciadas por sus cromosomas. Era increíble, que el estandarte portador de vida, considerado en otras culturas, admirado, valorado y protegido, aquí representara lo más mundano e indeseado.

Nadie en su sano juicio podría ni debería considerar a su compañera de vida, de cama, madre de sus hijos, hija o hermana como un ser inferior, carente de derechos y justicia. ¿Cómo se puede matar a pedradas, o echar ácido sulfúrico a quién te ha dado la vida? Estas cuestiones indignaban a Silana y su familia, pero sobre todo la indefensión, la impotencia y ese desinterés mostrado por los países llamados del primer mundo, cultos, avanzados y terriblemente demócratas, acartonaban su alma cada vez más rancia y oscura, contaminada por tanta barbarie en nombre de la religión y la fe.

Ojala su primer hijo fuera varón, ojala luchara por defender otro mundo, y el paso del tiempo borrara cualquier ejemplo de tortura y dolor injusto. Ojala las urnas se impusieran y nadie fuera más que nadie. Ojala las piedras formaran parte de los muros y pilares de puentes y pasarelas que acercaran a sus gentes, de idiomas variados, de razas multicolores, de ideas infinitas y diversas. Ojala Silana no fuera otra víctima más. Y su segundo hijo pudiera llevar coletas y faldas, sin miedo a nada.

NIEVES JUAN GALIPIENSO.
16/8/2010.