jueves, 1 de julio de 2010

PAMELAS DE ESTUPOR.



PAMELAS DE ESTUPOR.

Leonor agitaba su abanico con graciosa delicadeza, aquel verano estaba siendo uno de los más calurosos y el grado de humedad rebasaba los límites de cualquier escala. Recostada en su diván frente al porche dejaba pasar las horas muertas, paladeando su coctel preferido con breves sorbos, y trasladándose en cada trago a una isla, escenario paradisíaco de tanto aburrimiento concentrado y deseo reprimido.

El traslado de su marido a aquella selva urbana, como ella solía llamarla empezaba a superarla. Imaginó estar rodeada de lujo y belleza, y en su lugar encontró sencillez y precariedad. Amadeo, médico de profesión y vocación optó por un destino necesario, una pequeña aldea africana benefactora de MEDICOS SIN FRONTERAS. De esto, por supuesto no sabía nada Leonor. Se lo ocultó y lo disfrazó de gran oportunidad profesional, formar parte de este equipo sería un privilegio y en unos años lograría llegar a la cúspide, siendo una eminencia en su especialidad, la cirugía interna.

Su esposa se imaginó rodeada de glamour y reconocimiento, asistiendo a grandes fiestas, recogiendo premios y colaborando desinteresadamente en cenas benéficas. Quiso creer que Amadeo había sido contratado por una clínica privada de alto estánding , y aunque al principio deberían cambiar de destino con frecuencia, en breve se situarían en una gran capital europea.

Tal era ya su desazón, que abandonó sus clases de idiomas, francés, inglés o alemán, que su magnetofón repetía una y otra vez como un papagayo eléctrico. Privando así la gran expectación de los niños de la aldea, que contemplaban fascinados aquel trasto negro emitiendo sonidos. Allí, lo más que precisaba era poder señalar. Y a base de mucha mímica y más paciencia lograr hacerse entender.

Mosquitos como águilas, polvo, calor, y penurias eran sus compañeros de aventura. Y la carrera hacia el estrellato no había pasado del primer escalón, o mejor dicho había descendido al subsuelo de la mediocridad.

Amadeo estaba encantado, aquella clínica improvisada en medio de la selva le permitía tratar todo tipo de enfermedades, diagnosticar dolencias rarísimas, de las que apenas los estudios médicos se hacían eco. Aquella aventura era un reto constante para él, poder mejorar la vida de uno solo de sus pacientes era una motivación constante y diaria que suplía con creces cualquier incomodidad. Su estancia era vista como una oportunidad permanente de salvar, curar y ayudar. Valores que le movieron a aceptar ese destino a pesar del desagrado de Leonor. Quién recibía la información justa y necesaria, altamente desvirtuada, para no destronarla de aquel trono autoproclamado por si misma como soberana consorte del futuro de la ciencia y la medicina.

Un buen día harta de tanta inutilidad, decidió dar un paseo por aquella marea de arena, cabañas, y cabras. Encontró a un par de niños que guiaban a su rebaño a golpe de palo y gritos repetitivos, cuando pudo oírlo con precisión se quedó perpleja, estaban mascullando expresiones en inglés, parecidas a sus lecciones. Estos pastores la habían contemplado durante horas repitiendo la pronunciación del vocabulario, y las coreaban como un juego, por diversión.

Leonor pensó que tal vez podría ser de utilidad aquel magnetofón abandonado, y su cabecita comenzó a estar ocupada. Con el tiempo logró formar una diminuta escuela con los niños pequeños que todavía no podían trabajar y como profesora improvisada impartió sus clases de lengua, matemáticas, historia y manualidades. Jardinería, cocina, costura y construcción completaban el plantel formativo.

Amadeo no podía creerlo, ver a su esposa tan motivada e involucrada con su pueblo la convirtió ante sus ojos y su corazón como la reina de su amor. Comenzó a recibir presentes de los padres de sus alumnos, incluso fue invitada a compartir mesa con el anciano ilustre de la tribu, el más sabio y patriarca del poblado.

Ella aceptó sin saber muy bien dónde se metía. Todo un despliegue de obsequios cubrían su mesa, los vecinos habían cocinado para la ocasión y el anciano la esperaba con sus mejores galas. Una falda a base de plumas y hojas, un gran medallón cubría su pecho arrugado y ennegrecido y una cinta de cuero sobre su frente sujetaba el blanco y lacio cabello. Tras una infinidad de reverencias la invitó a sentarse a su velador, repleto de comida y flores, las jóvenes de la aldea se habían encargado personalmente de prepararlo. Todos cuidaban de su anciano sabio, y le preguntó por su esposo, el médico del poblado. Ella le explicó torpemente que andaba ocupado salvando a uno de sus pacientes.

Llegó Said, uno de sus alumnos, quién improvisó la traducción simultanea del anciano. Disfrutaron de una grata velada, degustando grandes manjares típicos del lugar, intercambiando ideas y propósitos. A lo largo de la cena iban llegando lugareños para obsequiarla con presentes. Por un momento se sintió tremendamente querida, sentada en aquella silla rodeada de tesoros parecía una reina. No consorte, por los méritos de su marido, sino plena heredera de tanto cariño, agradecimiento y respeto por su labor con la tribu.

Aquella fue la primera de muchas cenas, conocida por todos como “Aiguazaro” la emperatriz de las palabras, se convirtió en un ser especial e imprescindible para el avance y la prosperidad de aquella pequeña aldea. Formando parte de sus vidas, ocupando un lugar exclusivo en sus corazones.


NIEVES JUAN GALIPIENSO.
30/6/210.